Ocho años después sigo viendo con claridad la primera chispa que nos reunió. No fue un plan calculado ni un manual de procesos. Fue un fuego que encendimos entre amigos, convencidos de que compartir historias podía cambiar algo. Así nació Duende, como un club que se reunía alrededor de una llama frágil pero llena de sentido.
Con los años entendimos que crecer no es solo sumar proyectos ni acumular logros, sino aprender a vivir las relaciones. Nos dimos cuenta de que la cultura no es un cuadro en la pared ni una frase inspiradora, sino la manera en que nos hablamos, en que nos confrontamos, en que nos cuidamos. La cultura es la forma en que seguimos juntos cuando el fuego se agita y amenaza con apagarse.
En esa adolescencia de Duende cometimos errores, atravesamos conflictos, nos exigimos más de la cuenta. Y fue allí donde aprendimos que el conflicto no es una amenaza, sino la prueba de que estamos vivos. Que reprender también es un acto de cuidado. Que equivocarse duele, pero enseña. Que la cultura se mide en la capacidad de reconocernos vulnerables sin dejar de sostener la hoguera.
Pasamos de vivir un credo ingenuo a construir una filosofía consciente. El credo nos pedía creer a ciegas, confiar sin cuestionar. La filosofía nos invitó a entender, a reflexionar, a hacernos responsables. Descubrimos que narrar no era un acto de fe, sino una forma de transformar realidades y que, para lograrlo, había que crear un espacio donde la diversidad no fuera obstáculo, sino combustible para el fuego.
Hoy habitamos nuestra adultez temprana. Duende ya no es un club de amigos, es una tribu. Una tribu que se reúne alrededor de un fuego común, sabiendo que cada persona trae su propia leña, su propia voz, su propia historia. Una tribu que entiende que la cultura no se decreta, se construye en cada relación, en cada gesto, en cada conversación difícil y en cada celebración compartida.
Cuidar la cultura de Duende es cuidar ese fuego que enciende las historias, es reconocer que el calor que nos sostiene no viene de la chispa inicial ni de una sola voz, sino de todas las manos que se suman para mantenerlo vivo.
Ocho años después, lo que celebramos no es solo haber llegado hasta aquí. Celebramos haber entendido que la cultura no es un destino, sino un viaje compartido. Y que nuestra adultez temprana nos desafía a seguir encendiendo historias, no por fe ciega, sino porque creemos, entendemos y vivimos convencidos de que esa es la manera de transformar el mundo.